¿Sabes que en México hay una desigualdad sistemática entre los sueldos de hombres y mujeres?, es una de las interrogantes que hace Norma Cerros en su libro "Rompe la brecha". A continuación, y con autorización de la editorial Penguin Random House, compartimos un fragmento del primer capítulo.
LA BRECHADE GÉNERO EN EL TRABAJO: LA HISTORIA DE UNA QUE NOS AFECTA A TODAS
Mi historia es una sola, pero es el reflejo de la de todas las que tuvimos la posibilidad de estudiar una carrera —con o sin beca, en escuela pública o privada, en nuestra ciudad natal o fuera de ella—, de las que salimos del pueblo, nos esforzamos y de alguna manera logramos mantenernos vivas dentro de una sociedad violenta que nos vuelve objetos, agrede, maltrata y asesina, de las que nos graduamos o las que comenzamos una profesión por gusto o necesidad, y enfrentamos la vida campantes y optimistas, sin tener idea de la desigualdad que nos esperaba.
Empezamos con desventaja porque, además de que llegamos tarde al mundo laboral, a una “fiesta” que el hombre llevaba demasiados años perfeccionando, entramos a poner los pies en un piso disparejo que de origen no fue pensado para las mujeres. Llegamos a un club exclusivo con códigos secretos, con “compadrismos”, acuerdos, mordidas y tantas reglas tácitas desconocidas para nosotras. Nunca nos dijeron la verdad sobre cuán difícil sería tratar de abrirnos paso en el trabajo; no se diga formar una familia y dejar huella en nuestras vidas. Mucho más complejo de lo que resulta para los hombres.
Ellos se apoyan en nosotras como si fuéramos trampolines, para así poder dedicar la mayor parte de su tiempo al trabajo y escalar hasta donde la vida, la experiencia y el talento les dé. ¿En quién nos apoyamos nosotras?
Pero vayamos más atrás: nadie nos dijo que de nada serviría todo el esfuerzo por aprender en la escuela. Creímos en la meritocracia. Creímos en las buenas calificaciones y en el esfuerzo, en ser las primeras, y en que esa disposición nos llevaría al éxito profesional. A los adultos se les olvidó decirnos que las actitudes y comportamientos por los cuales se nos premiaba y se nos reconocía en el salón de clases, como ser “brillantes”, participativas, responsables y trabajadoras, solo nos iban a garantizar ser pasadas por alto una y otra vez ante las oportunidades de ascenso. ¿Por qué nadie me advirtió?
Cuando pienso en los miles de mujeres en México y en el mundo que han marchado por los derechos de las mujeres antes que yo, me pregunto por qué en 2022 todavía seguimos experimentando el mismo shock que vivieron ellas, hace varias décadas, al toparnos con la desigualdad de género por primera vez. No me previnieron en la escuela, en la universidad o en mi familia, pero todas ellas lo habían gritado antes, en un intento de avisarnos de la fuerza del golpe. Todas ellas nos pedían seguir la lucha. ¿Por qué tuve que convertirme en madre para ser feminista?
Es increíble que mujeres como Julia Ward Howe en Estados Unidos, en el siglo xix, Elvia Carrillo Puerto en México, Millicent Garrett Fawcett y Emmeline Pankhurst en Reino Unido, a principios del xx, hayan marchado mucho antes que nosotras para exigir el derecho de las mujeres al voto, el respeto a la autonomía de nuestros cuerpos, la igualdad de género en todos los ámbitos, y que las mujeres sigamos llegando con los ojos vendados a enfrentar los mismos problemas, pero en una época distinta. Es absurdo que, hace más de 70 años, Simone de Beauvoir haya hablado ya de la noción de alteridad de la mujer, es decir, sobre cómo el valor de la mujer se define o depende siempre del hombre. O que hace más de 50 años Rosario Castellanos haya intentado alertarnos ya de “la lumbre que llegaría a los aparejos”, para hacer referencia a un punto crítico y de no retorno, cuando el desarrollo industrial nos obligara a “emplearnos en fábricas y oficinas, y a atender la casa y los niños, y la apariencia y la vida social”, y que el madrazo nos siga llegando a las mujeres por la espalda, cuando menos lo esperamos.
Así me sentí yo al tratar de reincorporarme a la vida laboral con un bebé en brazos. Y sé que no soy la única. Me lo dice implícitamente mi amiga, la que publica su vida perfecta en Facebook, con imágenes de comidas, viajes, familia, llenas de sonrisas y rodeada de gente, aunque cuando la veo solo puede hablar de hasta qué punto se siente exhausta y de cómo su marido participa en el cuidado de los hijos… solo cuando su trabajo se lo permite. Me lo dice sobre todo la mirada cómplice de quienes se convierten en mamás por primera vez. Me lo dicen sus mensajes privados cuando me atrevo a publicar en mis redes —sin tapujos— acerca de la depresión posparto que vivo en los meses de escritura de este libro. Si bien la desigualdad de género llega a la vida de las mujeres en cualquier momento —no solo cuando nos convertimos en madres—, el tamaño de la desigualdad que se vive cuando nos enfrentamos al mundo laboral ya como madres viene a derrumbar ese teatrito llamado “balance entre vida y trabajo”.
La maternidad es un factor relevante a la hora de hablar de números en la posición de las mujeres en la economía de México y Latinoamérica, pues la sola capacidad de procrear dicta el tipo de trabajo al que “pensamos que podemos aspirar”.
La desigualdad de género empieza con la aceptación de estereotipos que definen qué cosas pertenecen al género femenino y cuáles al masculino, y en esta definición se establece como norma el papel tradicional de la mujer como madre y proveedora primaria de cuidados en los hogares del mundo, lo que da como resultado una marcada segregación ocupacional.
Dichos estereotipos prescriben el área o el tipo de empleo en el que una mujer debe desarrollarse profesionalmente.
Ante la expectativa de mayores responsabilidades familiares, las mujeres trabajadoras tienden a elegir ocupaciones con horarios adaptables al cuidado del hogar (por ejemplo, en el sector educativo: hay muchas más maestras que maestros en todos los niveles) o trabajan tiempo parcial, con lo que disminuyen sus expectativas de ingreso y promoción hacia puestos de mayor prestigio y liderazgo.
De acuerdo con datos de la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (enoe) del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), correspondiente al cuarto trimestre de 2019, de cada 100 personas formadas como ingenieros civiles que desarrollan una actividad económica, 92 son hombres y 8 son mujeres. Esto no es casualidad. Tampoco se puede interpretar como una decisión determinada por la genética de hombres y mujeres, ni porque “los hombres son buenos para los números y las mujeres no”. Esto es tan solo un prejuicio de género.
Para nosotras, trabajar y que nos paguen se ha convertido en un privilegio. No es que las empresas nos contraten para trabajar sin paga, sino, más bien, que durante demasiados años hemos desempeñado actividades que no son reconocidas como trabajo y, por ende, seguimos haciéndolas sin compensación de por medio.
Para entender la participación de las mujeres en la economía de México y Latinoamérica es necesario hablar del trabajo no remunerado, que incluye el doméstico y el de cuidados. Este tipo de trabajo es el que nos toma más tiempo, consume nuestras horas y energía y nos impide entrar de lleno o de forma igualitaria en la economía de nuestros países.
Y si hemos de tocar el tema de nuestra participación en la economía, no basta con ver los números, sino que debemos entender cómo llegamos a ellos.
¿Qué es el trabajo doméstico y de cuidados no remunerado? Este se define como el conjunto de actividades dedicadas al cuidado de los hijos, de las personas mayores y de los enfermos, así como a la preparación de alimentos, limpieza y mantenimiento de la casa, lavado y cuidado de la ropa y calzado, compras y administración del hogar, ayuda a otros hogares y trabajo voluntario, y por las cuales no se percibe ninguna remuneración económica. Si hacemos un análisis de las horas y el esfuerzo dedicados al trabajo de cuidados no remunerado y lo asimilamos sin tener en cuenta el género o si imaginamos a un hombre haciéndolo, podría llegar a considerarse como explotación. A menos que quien lo realice sea una mujer… Claro, entonces se vuelve un deber.
En México, según datos de la Cuenta Satélite del Trabajo No Remunerado de los Hogares de México (cstnrhm) del Inegi, en 2020, el valor económico de las labores domésticas y de cuidados ascendió a 6.4 billones de pesos, equivalente a 27.6% del pib del país, y 73.3% de ese trabajo lo llevan a cabo las mujeres.
Esto también ocurre a escala mundial, pues todos los días las mujeres invertimos 12 mil 500 millones de horas al trabajo de cuidados no remunerado, tiempo que, de pagarse, equivaldría a 10 mil 800 millones de dólares al año, o bien, tres veces el valor de la industria tecnológica en el mundo.
Cuando a lo anterior se suma el trabajo de cuidados remunerado y no remunerado que realizamos las mujeres en todo el mundo se tiene que:
Cada año, las mujeres llevamos a cabo el equivalente a seis semanas más de trabajo de tiempo completo que los hombres.
No solo las mujeres trabajamos más que los hombres, sino que nuestra labor no se paga ni es reconocida. Esto es importante cuando hablamos de la participación económica de las mujeres, porque la carga de llevar a cabo el trabajo de cuidados no remunerados es la causa por la que 41.6% de las mujeres en edad para trabajar sigue fuera de la fuerza laboral, comparado con 5.8% de los hombres. Y los números empeoraron a raíz de la pandemia.
Si algo evidenció la pandemia de covid-19 es que las mujeres son la infraestructura humana sobre la cual se apoya la economía.
Antes de la crisis, las mujeres dedicábamos casi tres veces más de nuestro tiempo a las tareas de cuidado en comparación con los hombres; esto equivalía a destinar más de seis horas al día a la administración del hogar, limpieza, preparación de alimentos y cuidado de los hijos, enfermos y adultos mayores, mientras que los hombres apenas dedicaban cerca de dos horas al día a las mismas tareas. Estos números aplican para todas, para quienes no son madres, pero “atienden” a su pareja y la casa; las que somos madres y cuidamos a los hijos, y también para aquellas a quienes, por ser mujeres, les endosan la responsabilidad de atender a los padres si no pueden cuidarse, o a otros familiares.
La pandemia ocasionó el cierre de escuelas en México, y esto empeoró una situación que ya era de por sí insostenible, pues el trabajo de cuidados a cargo de las mujeres se incrementó de seis a siete horas más que los hombres a la semana. Estos números colocaron al país como el lugar con la brecha de género más amplia en el trabajo de cuidados no remunerado de entre todos los Estados miembro de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (ocde, 2021). Lo anterior trajo como consecuencia que la participación de las mujeres en la economía nacional cayera de 45% —prepandemia— a 41% en el primer trimestre de 2021 (enoe). Eso borró en un suspiro los cuatro puntos porcentuales que se había logrado avanzar en la participación de las mujeres en el trabajo pagado entre 2005 y 2019, una regresión de 15 años.
Leo y escribo estos números que confirman que no solo se trata de mí. No soy yo la única que cuestiona el papel de ser la encargada de atender, cuidar y mantener a flote el hogar. El problema va mucho más allá del cuento de poner nuestro bienestar al final y de que nos falta levantar la voz, como se ha escrito mucho. Las estadísticas revelan la desigualdad que existe en la distribución del trabajo no remunerado, factor que determina si una mujer puede participar o no en el trabajo remunerado, en la economía, en la esfera pública… en resumen, si puede disfrutar del “privilegio” de trabajar y que le paguen. El problema de nuestra falta de participación en la economía tiene que ver con que estamos entrando al “juego” del trabajo siguiendo una serie de reglas equivocadas, como la que dicta que tenemos un “deber” de cuidadoras, o la que marca la incompatibilidad del trabajo remunerado con la maternidad —o la mera posibilidad de serlo—, aunque no figure en los planes de algunas.
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